domingo, 15 de febrero de 2009

EL DERECHO A LA VIDA - ENSAYO (Fuente: Red de Promotores, Defensoría del Pueblo)

EL DERECHO A LA VIDA

GRUPO PRAXIS

Universidad del Valle - Cali

http://www.defensoria.org.co/red/anexos/publicaciones/derecho_a_la_vida.pdf

INDICE

INTRODUCCIÓN

1. PRIMERAS P R E C I S I O N E S ACERCA D E L DERECHO A L A V I D A

2. ¿FRENTE A QUÉ I N S TA N C I A S S E I N V O C A E L DERECHO A L A

V I D A?

3. LA T I T U L A R I D A D D E L DERECHO A L A V I D A Y S U CARÁCTER

PROBLEMÁTICO

4. DERECHO A L A V I D A Y D I G N I D A D HUMANA

5. UNA C U E S T I Ó N CONTROVERT I D A: D E R E C H O A L A V I D A Y

PENA D E MUERT E

INTRODUCCIÓN

Entre los bienes jurídicamente

protegidos se destaca

el de la vida, derecho

básico y condición de posibilidad

para el goce de los demás

derechos y libertades. El objetivo

de este ensayo es aclarar el

sentido y alcance de este derecho,

al igual que las razones morales

que hacen de él un derecho prioritario

y fundamental. El texto comienza

explicando lo que significa

transformar la vida en un derecho,

precisa el sentido en que esto

se hace posible y explica sus alcances

identificando tres ámbitos

de aplicación. Una vez asumida la

dignidad humana como el fundamento

del derecho a la vida, se

intenta mostrar que este derecho

es absoluto, inviolable, imprescriptible

y, en principio, inalienable,

pese a que, como se verá, en

algunos casos excepcionales este

principio puede verse afectado. El

ensayo concluye con el análisis de

una cuestión controvertida relacionada

con el derecho a la vida:

la pena de muerte. Sin pretensio-

nes de agotar un tema tan complejo, el ensayo espera aclarar lo que

implica asumir que existe un derecho a la vida.

EL DERECHO

A LA VIDA

GRUPO PRAXIS

Universidad del Valle - Cali

ENSAYO

1. ANTECEDENTES HISTÓRICOS

La historia en sentido estricto de los Derechos Humanos -y del

derecho a la vida- empieza con la modernidad (del siglo XVII en adelante),

una época caracterizada -entre otras cosas- por el despliegue

de la individualidad libre, que reivindica un espacio autónomo frente a

las ataduras propias de épocas anteriores y quiere ser reconocida en

su valor y dignidad. La noción de derechos subjetivos entre ellos el

derecho a la vida, surge precisamente en este contexto político y cultural,

para reconocer y proteger la facultad de obrar y ser de sujetos

individuales y concretos. El derecho subjetivo se transforma en una

especie de privilegio legal o posesión para el individuo al cual se le

atribuye, puesto que en principio los derechos eran considerados como

atributos de determinadas personas, no de todas. Pero de manera paulatina,

gracias también a la noción de ley natural entendida como la ley

moral universal, se llegaron a concebir estos derechos como una prerrogativa

directamente vinculada con la naturaleza humana, y por consiguiente

como un atributo de todo ser humano. La gran revolución

del siglo XVII fue precisamente la utilización del lenguaje de los derechos,

en el sentido de derechos subjetivos, para reivindicar una dignidad

o valor intrínseco inherente a todos los hombres, y para proteger

como "derechos naturales" a bienes básicos como la vida o la libertad.

Pero, ¿fue realmente un cambio significativo el hecho de que se

comenzara a hablar de un derecho natural universal a la vida, como lo

hace, por ejemplo Jhon Locke (1632-1704)? A primera vista no, pues la

concepción del derecho natural -desde sus primeras formulaciones en

los estoicos y cristianos de los primeros siglos, hasta las más acabadas,

propias del Medioevo, como la de Tomás de Aquino (1225-1274)-

ya condenaba la agresión contra la vida de un inocente como un grave

atentado contra la ley natural. Sin embargo, a pesar de que la protección

de la vida desde la óptica de los derechos naturales o desde la

perspectiva de la ley natural que condena el homicidio, parezcan tener

efectos similares, el hecho de que la forma ya no sea la de un sujeto

que está bajo la ley, sino que posee un derecho, cambia el sentido de

todo, porque el sujeto se coloca en un lugar distinto: no es simplemente

el destinatario de una ley a la que tiene que obedecer, sino el

poseedor de un derecho o prerrogativa que impone obligaciones a los

demás. De esta manera el sujeto se convierte en el protagonista, para

establecer y darle fuerza a la protección a la que se refiere el derecho.

Desde el inicio de la modernidad, hablar en términos de Derechos

Humanos universales, liga el respeto de la vida y de la integridad con

la noción de autonomía, para configurar lo que va a ser considerado

como la dignidad del ser humano individual. Se

puede decir que la vida fue lo primero que surgió

como un derecho primordial, desde que comenzó

a hablarse de derecho natural como derecho subjetivo,

precisamente por ser la condición de posibilidad

de los demás derechos.

Pareciera también que, tan pronto como se

hizo indispensable definir los derechos universales,

se hizo igualmente necesario elevar la vida a

la categoría de un título inderogable e imprescriptible

y establecer el compromiso de protegerlo, por

parte del Estado y sus instituciones. Esto, al menos,

podría desprenderse del hecho que la vida

haya merecido un reconocimiento solemne y explícito

en la Declaración de Derechos del buen pueblo

de Virginia del 12 de junio de 1776. Así mismo,

pese a que no aparece en el texto de la Declaración de 1789 de la

Revolución francesa, sí se menciona de manera destacada en el proyecto

de Robespierre: "Los principales derechos del hombre -reza el

artículo segundo del proyecto presentado por Robespierre el 24 de

abril de 1793- son el de proveer a la conservación de su existencia y la

libertad".

Ya en el siglo XX el derecho a la vida queda solemnemente sancionado

en el artículo tercero de la Declaración Universal de la ONU.

Será el primero en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes

del Hombre, de 1948, y reaparecerá en el artículo cuarto de la

Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José

de Costa Rica de 1969), como un derecho que empieza a partir del

momento de la concepción y del cual nadie puede ser privado arbitrariamente.

También la nueva Constitución de Colombia proclama el derecho

a la vida, que encabeza la enumeración de los derechos fundamentales.

De acuerdo con el artículo 11, "el derecho a la vida es inviolable.

No habrá pena de muerte". El texto del proyecto incluía también "el

derecho a morir con dignidad", que al final fue suprimido. El artículo

85 aclara además que se trata de un derecho de aplicación inmediata,

por lo que la persona puede emprender una acción de tutela cuando

vea amenazada su posibilidad de supervivencia.

El texto constitucional destaca también los derechos sociales estrechamente

vinculados con el derecho a la vida, concebido como un

derecho a los medios de subsistencia y a la posibilidad de llevar a cabo

una vida digna. Los artículos 44, 46 y 47 subrayan el deber prioritario

del Estado en cuanto a la protección de los miembros más vulnerables

de la sociedad -niños, ancianos y discapacitados- cuya salud, seguridad

y bienestar gozan de garantías especiales. Los artículos 48 y 49

garantizan para todos los colombianos "el derecho irrenunciable a la

seguridad social" y "el acceso a los servicios de promoción, protección

y recuperación de la salud". En fin, el artículo 53 consagra el derecho

a una "remuneración mínima vital". La Constitución reconoce la

legitimidad de estas reivindicaciones, pero condiciona de manera realista

su deber de atenderlas a la disponibilidad de los recursos necesarios

para cumplir con esta clase de obligaciones.

Todo esto corresponde a una cultura de los Derechos Humanos

que, al mencionar la vida, la eleva a la categoría de esos derechos

sagrados e inviolables. Tal giro nos parece tan evidente que muy seguramente

reaccionaríamos con extrañeza ante quien negara que existe

un derecho a la vida y parece que estamos dispuestos a afirmar que tal

derecho sí existe y que debe ser defendido por los Estados y observado

por los ciudadanos. Pero es muy posible, también, que sólo hayamos

desarrollado la familiaridad con el lenguaje, sin que esto signifique

una claridad conceptual ni una conciencia responsable de sus im15

plicaciones prácticas. Una prueba a favor de esto sería el hecho de que

muy pocos podrían ponerse de acuerdo si les preguntaran en qué consiste

tal derecho a la vida. Conviene, pues, precisar la forma en que se

puede (y la forma en que no se puede) hablar de un derecho a la vida.

2. PRIMERAS PRECISIONES ACERCA DEL DERECHO A LA VIDA

La vida, para comenzar, antes que un derecho es un hecho y, más

concretamente, un hecho biológico. El hombre, único animal que habla

de derechos en este planeta, comparte ese hecho con miles de seres

vivos. Por tratarse de un hecho del que todo ser humano es protagonista

por el mero hecho de vivir y sin necesidad de que se lo proclame como

derecho, algunos llegan a pensar que no tiene sentido hablar de un derecho

a la vida. Cuando mucho se podría decir que la vida es el hecho

básico que requerimos para que se puedan reconocer, ejercer y hacer

respetar los derechos. La vida, por lo tanto, no sería uno de esos derechos

que se pueden gozar a partir de ella misma, sino su fundamento.

Hablar de derecho a la vida, sin embargo, consiste en elevar ese

hecho, que de momento compartimos todos los que ahora estamos

vivos, a la categoría de un título que debe ser reconocido por el Estado,

un título que obliga al Estado a respetarla y hacerla respetar por

parte de todos los ciudadanos. Claro: a diferencia de otros valores

que, en virtud de la cultura de los Derechos Humanos, los Estados han

llegado a reconocer y proteger como derechos (la libertad, la igualdad,

etc.), la vida no es algo que el Estado tenga que crear por la vía legal a

través del hecho fáctico lingüístico de proclamarlo, o por la vía policial

o judicial a través del hecho punitivo de hacer cumplir la ley. Así, por

ejemplo, proclamar la libertad es partir de un hecho contrafáctico que

comienza a cambiar la realidad una vez se da la proclamación. Proclamar

el derecho a la vida, sin embargo, no parece crear la vida. Más

bien el Estado llega tarde, si se puede decir así, a un hecho cumplido y

solamente puede rodearlo de garantías. Para hacer eso no requirió,

hasta muy recientemente, de elevar la vida a la categoría de derecho

básico. Bastaba con que fuera el más preciado de los bienes que hacían

parte de la sociedad, para que regímenes políticos, desde el despertar

mismo de las civilizaciones, consideraran al homicidio como

uno de los más horrendos crímenes y lo castigaran con las penas más

severas. Hablar de un derecho a la vida, por lo tanto, no es sólo suponer

que la vida es lo más valioso, sino elevarla a la categoría de un

título con respecto al cual las codificaciones jurídicas tienen una relación

fundamental, que opera para ellas como un axioma incuestionable.

Significa elevar la vida a la categoría de un derecho básico.

A partir de una apreciación subjetiva se dice que la vida es "lo más

valioso", ante todo, para quien vive y mientras quiera seguir viviendo.

Decir que la vida es un derecho básico es, en parte, sacarla

de la esfera de influencia de quien vive y establecer una

relación fundamental, no sólo en atención a quien vive

esa vida, sino en atención al orden político mismo.

Es bueno que quede claro que esa relación compromete

al orden político, no a la naturaleza, a los dioses o a la

muerte. Derecho a la vida, por ejemplo, no significa derecho

a la inmortalidad. Es evidente que ningún derecho humano

tiene potestad para impedir la muerte, conmover a

los dioses o revertir los procesos bioquímicos que rigen

nuestro cuerpo y marcan, ya desde el nacimiento, las condiciones

inexorables de su deterioro, ni ante las fuerzas de

la naturaleza que pueden aniquilarlo desde afuera. Así como

nos encontramos con la vida como hecho, antes que como

un derecho, también nos encontramos con el hecho de la

mortalidad de los seres vivos, incluyendo a los humanos.

Aunque todo esto es obvio, había que decirlo para enfatizar

que los Derechos Humanos son títulos que sólo son exigibles

delante de otros humanos y de los Estados bajo los cuales ellos

viven. Ya de esa forma vamos estableciendo, además, que no siempre la

muerte de alguien es una violación al derecho a la vida, pues tal derecho

se refiere a esa porción de la vida sobre la que, por acción o por omisión,

tienen injerencia los seres humanos y sobre la cual la injerencia regulativa

de los Estados es posible.

Habiendo dicho eso, habría que agregar que el derecho a la vida

es también algo más que la pulsión de supervivencia. Esta pulsión

es, como la vida, un hecho, y la comparte el ser humano con los

demás seres vivientes y no constituye por sí misma un derecho que,

en sentido estricto, exija un orden social y la presencia de un poder

común encargado de protegerlo. Si así fuera, quienes dicen que junto

a la pulsión de vida va aparejada en el ser humano una pulsión de

muerte, nos preguntarían por qué no existe igualmente un derecho a

la muerte, entendido no como un derecho a morir sino un derecho a

matar. No; es por fuera de ese orden, en el que puede existir una

pulsión de vida o una pulsión de muerte; por fuera del ámbito ligado

al simple deseo de supervivencia que no cuenta con el respaldo de

un poder coactivo encargado de prevenir, controlar o castigar las

conductas violentas y agresivas, donde se asienta la vida como un

derecho. El derecho a la vida, repetimos, se inscribe en el orden de

lo social, en el ámbito cultural de lo político y lo jurídico.

En conclusión, reivindicar un derecho a la vida no implica en ningún

momento asignarle a la vida biológica un valor absoluto. Significa

elevar la vida, en cuanto parte de un orden social, a la categoría de un

título exigible e indisolublemente ligado a la dignidad, la realización

personal y el desarrollo de las libertades. Sólo en su calidad de título se

puede invocar la fuerza del Estado contra las condiciones de inseguridad

y violencia y hacer que se proteja la vida biológica contra las amenazas

provenientes -previsibles y prevenibles- de la naturaleza y, sobre

todo, contra la agresividad de los mismos seres humanos.

3 ¿FRENTE A QUÉ INSTANCIAS SE INVOCA EL DERECHO A LA VIDA?

De lo dicho hasta ahora, podría desprenderse la idea de que, dejando

la naturaleza a un lado, el derecho a la vida sólo adquiere sentido

frente a la amenaza de otros y que sólo apelamos al Estado contra

esas amenazas. Tememos a los otros seres humanos y elevamos al

Estado a la categoría de instancia capaz de brindarnos una garantía

contra ellos. En realidad no se trata sólo de eso. El derecho a la vida no

sólo tiene sentido como una invocación al Estado contra los otros:

muchas veces, tiene sentido también contra el Estado mismo. Para

comenzar, bien porque necesitan imponer su orden sobre el cuerpo

social que gobiernan o bien porque responden a los intereses y caprichos

de quienes los conducen, los Estados mismos se convierten a

menudo en los principales violadores del derecho a la vida. Lo hacen

de forma esporádica, cuando sus agentes abusan del poder de que

están investidos y pasan por encima de todas las consideraciones legales,

y lo hacen también de una manera más organizada y duradera, a

través de legislaciones que justifican el hecho de comprometer la vida

humana de diferentes maneras. Esto último ocurre a través de las prerrogativas

que reclaman los Estados hacia sus asociados con referencia

a la guerra, al monopolio de ciertos recursos y al castigo de los

delitos atroces, entre otros. Desde que la dinámica histórica hizo emerger

Estados sobre la faz de la tierra, éstos tienden a invocar razones de

Estado para atentar contra la vida. Por esto el derecho a la vida tiende

a trazar límites frente a tales pretensiones de los Estados.

Tenemos, entonces, que los individuos pueden invocar el derecho

a la vida ante los Estados para protegerse de otros individuos y

también pueden invocarlo para protegerse de los Estados mismos.

Pero los Estados también lo invocan para proteger a los individuos

de las amenazas o violaciones que los individuos mismos pueden

producir. Aquí el derecho a la vida viene invocado desde el Estado,

para sancionar prácticas como el aborto, la eutanasia o el infanticidio,

prácticas que muchos Estados tienden a considerar crímenes

contra la vida. En este caso el título llamado derecho a la vida serviría

para trazar los límites a las pretensiones de los individuos respecto

de sí mismos o de otros individuos que, por su condición de indefensión,

dependen de éstos.

La definición y defensa del derecho a la vida, entonces, se orienta

en varias direcciones. De una manera horizontal, por así decirlo,

defendiendo a unos individuos de otros (homicidios, atentados contra

la vida, indiferencia frente a la vida en peligro o frente al peligro

de muerte). En este caso lo que hace necesaria la titulación de la vida

como un derecho son las conflictivas relaciones sociales, es decir,

aquellas en las que el individuo se relaciona con otros individuos a

los que no los unen lazos de afecto, relaciones a menudo auto interesadas

y que deben estar, por lo tanto, reguladas por claras normas

jurídicas. El derecho a la vida define los límites de los conflictos y

otorga al Estado el papel de proteger la vida de todos los asociados

contra las tendencias que puedan brotar de los deseos de destrucción,

deformación o manipulación. En estos casos el Estado aparece

en lo alto, por así decirlo, como garante de las adecuadas relaciones

horizontales entre los individuos.

Pero también el Estado aparece, no ya como garante sino como

actor que debe estar sometido, él también, al derecho a la vida. Esto es

necesario porque el Estado es también un agente de poder que tiende

a extralimitar su fuerza. En tales casos, la cultura de los Derechos Humanos

esgrime la titulación de la vida como un derecho de una manera

vertical ascendente y exige del Estado su respeto, imponiendo de

esta forma un límite a las llamadas razones de Estado (derecho

a la guerra y otros) y a las prácticas más atroces de

los Estados en materia de justicia penal (pena de muerte,

lapidaciones, mutilaciones y similares).

Existe, finalmente, una manera vertical descendente,

en la cual el Estado aparece para minimizar y reglamentar

los efectos que puedan tener las acciones de los individuos

sobre sí mismos (suicidio, eutanasia) o sobre promesas

de vida o vidas en vía de consolidación bajo su

cuidado (aborto, infanticidio). En el primero de estos dos

casos, se trataría de defender la vida de los ciudadanos

sobre otros derechos que ellos invocan (como la dignidad

o la libertad), o simplemente, defenderlos a ellos de

sí mismos porque ya no son individuos capaces de decidir

de una manera libre y responsable. En el segundo, se

trataría de defender la vida de aquellos que, no siendo

todavía ciudadanos plenos, e incluso no siendo seres humanos

plenos, se encuentran bajo lo que antiguamente

se cubría con la patria potestad, más que bajo la potestad directa del

Estado, ya que no son miembros plenos de la sociedad política. El

sentido del derecho a la vida, entonces, es el de definir los derechos y

las limitaciones que tiene, de cara al Estado, el individuo jurídicamente

responsable con relación tanto a su propia vida como a la de aquellos

que pueden nacer de su vientre, estar indefensos bajo su cuidado o,

incluso, en un avanzado estado de gravedad.

Abriéndose paso en tantas direcciones, es obvio que el derecho

a la vida tenga que enfrentar diferentes resistencias. Es un derecho

que aparece contrariando prácticas políticas y tradiciones culturales,

por un lado, y posibilitando nuevas pretensiones de derecho y contrariando

otras, por el otro. Tiende, por una parte, a limitar o acabar

prácticas ancestrales en materia penal como la ley del talión, la pena

de muerte, el suplicio, la lapidación pública de mujeres infieles, la

invocación del derecho de vida sobre los vencidos en la guerra, etc.

A limitar prácticas culturales drásticas con referencia a la vida humana

física o mentalmente enferma; a eliminar arbitrarios mecanismos

de protección contra peligros reales o ficticios que acechan a la sociedad,

como los sacrificios a los dioses para controlar sus furias o el

acudir a la solución del chivo expiatorio; a poner fin a rituales de

iniciación en diferentes categorías sociales a través, por ejemplo, de

la castración de niñas y niños al llegar a la adolescencia, etc. Así,

aparece contrariando prácticas que han cumplido una importante

función en el mantenimiento de cierto orden social. Elevando la vida

a la categoría de un título imprescriptible, se pretende decidir entre

esas prácticas ancestrales y su vida: muy a menudo, la cuestión se

decide eliminando la práctica.

Pero este derecho admite interpretaciones que tienden a reaccionar

contra posiciones protectoras de la vida, a menudo de talante religioso,

que a nombre de ella impiden formas de ligar libertad y vida

para hablar, por ejemplo, del derecho a una muerte digna o para flexibilizar

las condenas al suicidio, la eutanasia, la muerte asistida, etc. El

derecho a la vida tendría que definir si estas pretensiones pueden o no

ser moralmente legitimadas y legalmente aceptadas en un orden social

que reconoce y respeta la vida como un derecho fundamental.

De todo lo dicho se desprende que el derecho a la vida tiene sus

implicaciones tanto sobre la dimensión privada, entendida ésta como

aquella donde se deciden las relaciones de los seres humanos consigo

mismos y con las promesas de vida que están directamente a su cargo,

como sobre la dimensión social donde los seres humanos se relacionan

unos con otros. Ambas exigen del Estado ser un garante de la vida

como derecho fundamental. Finalmente, el Estado se ve igualmente

compelido a observar ese derecho, un derecho sobre el cual ha tendido

a comportarse como amo y señor.

Habiendo establecido, de una manera general, en qué forma la

vida aparece como un derecho invocado sobre un hecho biológico, de

qué manera compromete al Estado y a los particulares y los casos generales

que se podrían afectar por su definición, podemos proceder a

definir más específicamente este derecho.

4. LA TITULARIDAD DEL DERECHO A LA VIDA Y SU CARÁCTER PROBLEMÁTICO

Hasta el momento se ha venido usando la palabra título para referirse

al derecho del que nos ocupamos aquí. El uso de tal expresión

viene del hecho de considerar que un derecho es una reivindicación y

pretensión legítima de bienes primarios, estrechamente vinculados con

los ideales de dignidad y libertad.

En cuanto título, un derecho es una pretensión válida ante otros,

es decir, cuyo reconocimiento engendra una titularidad y sobre la cual

se deciden todas las otras relaciones inter subjetivas, no habiendo lugar

a su violación. Al plantear las cosas de este modo, estamos presuponiendo

tres condiciones para que una pretensión pueda elevarse al

rango de derecho fundamental: a) poseer un valor prioritario; b) responder

a inquietudes constantes, hondamente arraigadas y duraderas,

más que a demandas contingentes y pasajeras; c) responder a una

necesidad real, no ilusoria, compartida por todos los hombres.

Elevando la vida a la categoría de derecho fundamental, se garantiza

que el individuo pueda gozar de una seguridad razonable para poder

llevar a cabo sus proyectos vitales, sin tener que estar constantemente

angustiados por la eventualidad de una interrupción prematura

de su existencia debida a factores humanos. Surgida del azar, la vida

humana puede ahora no temer a otros límites que aquellos que impone

la naturaleza, lo que tiene como correlato la obligación de los demás

seres humanos de no interferir con la voluntad de supervivencia

que se supone activa en cada individuo. Con este giro se legitima también

un poder eficaz al que apelar para exigir el respeto de este derecho

y el cumplimiento de las obligaciones correspondientes. Lo que

esto quiere decir, en otras palabras, es que la expresión derecho a la

vida implica la aceptación generalizada por parte de los miembros del

cuerpo social de ese derecho y la aceptación compartida de un poder

eficaz en defensa de la vida frente a la agresión homicida de otros

seres humanos. En esa primera direccionalidad, que hemos llamado

horizontal, el derecho a la vida se inscribe en los denominados derechos

de primera generación, articulados alrededor de la libertad concebida

en su sentido es decir como no-interferencia en una esfera sagrada

individual. La dirección vertical ascendente y vertical descendente

son también derivaciones de ese derecho a la vida planteado en

sentido negativo o de no interferencia.

A pesar de lo anterior, "poder vivir" implica algo más que un

razonable nivel de seguridad frente a los riesgos o amenazas contra

la integridad personal. En su sentido positivo, este derecho incluye

también la disponibilidad de los medios para que esta posibilidad de

hecho se realice, lo que implica a su vez obligaciones adicionales

para el cuerpo común: además de eliminar o reducir las trabas u

obstáculos que interfieren con el libre desarrollo vital de cada cual,

el Estado tendrá también que ofrecer su colaboración en aquellos

casos en que el individuo no logre procurarse, con sus medios, lo

indispensable para su supervivencia. Y allí es, precisamente, donde

la cultura de los Derechos Humanos, que ha calado por igual en

todos los paradigmas políticos de la modernidad, comienza a mostrar

su insuficiencia para mantener un consenso al respecto. O, mejor

dicho, éste es otro de los aspectos frente a los cuales los paradigmas

no alcanzan a ponerse de acuerdo, porque tampoco es fácil imaginar

a socialistas, liberales, republicanos, anarquistas y cristianos

poniéndose de acuerdo con referencia al aborto, la eutanasia, la pena

de muerte, etc. Con respecto al sentido positivo del derecho a la

vida, es decir, con respecto a la idea de que, aparte de proteger la

vida el Estado y la sociedad tienen la obligación de hacerla viable, se

enfrentan radicalmente neoliberales y socialdemócratas.

Si en su aspecto negativo, -como eliminación de amenazas externas-,

la vida puede ser incluida entre los derechos de la esfera

individual, en su aspecto positivo -como las condiciones que la hacen

viable-, la vida debe ser incluida entre los derechos sociales, al

lado del derecho al trabajo, a la seguridad social, a la propiedad, etc.

Ahora todos estos derechos específicos pueden ser considerados

como derivaciones de esta reivindicación básica, que obliga al Estado

a garantizarles a todos los ciudadanos los recursos vitales para la

subsistencia y para una existencia digna de la condición humana.

También pueden ser considerados modos de eliminar el ambiente

adverso donde se incuban las principales formas de atentar contra la

vida, pues las condiciones de marginalidad y miseria contribuyen a

menudo al incremento de la violencia homicida aumentando

la condición de indefensión y desamparo

en que se puede encontrar la vida. Decidir hasta dónde

llega la vida como derecho, si debe ceñirse a establecer

los límites negativos o debe prescribir obligaciones

al Estado y la sociedad para hacer posible la

vida de una manera más positiva es, como ya se anotó,

algo que depende de las concepciones que tengan

al respecto los diferentes paradigmas políticos.

De acuerdo con los teóricos libertarios, la vida es

un derecho cuyo desarrollo depende en alto grado de

la libertad y responsabilidad individual. En este sentido,

el Estado debe limitarse a no agredirla y a reglamentar

las condiciones en que el individuo puede relacionarse

con su vida y la de los otros. Ellos consideran que, más

allá de esto, el hombre, exactamente igual que los demás seres vivientes,

tendrá que ganarse por sí mismo, con su inteligencia y sagacidad,

el derecho a vivir, defendiendo su derecho de las amenazas de

la naturaleza y luchando hasta donde le alcance su poder, por asegurarla

frente a los retos de un medio originariamente hostil que tiene

como auxiliares las contingencias del destino, las enfermedades y la

pobreza. Para los teóricos inscritos en la tradición socialdemócrata,

por el contrario, la vida es un derecho que incluye a la vez una serie

de deberes y un poder al que apelar para hacerlos cumplir. Consideran

estos últimos que, aunque no tiene mucho sentido reivindicar la

vida frente a la naturaleza externa o quejarse por la relativa desprotección

en que se encuentra la vida humana en comparación con

otras formas de vida, sí lo tiene reivindicarlo en una sociedad donde

la mayor parte de los males que aquejan a los seres humanos y que

ponen en peligro su vida (la pobreza, las hambrunas, las catástrofes

llamadas naturales, etc.), tienen un gran componente social, dependen

de la forma como han sido apropiados los recursos y se ha concentrado

el poder, por lo que el campo dejado a la iniciativa individual

está bastante reducido por la acción poderosa de todas las determinaciones

sociales. Si existe un derecho a la vida, éste debe servir

para reorganizar el orden social de forma tal que la vida pueda ser

algo más que un hecho biológico y un derecho nominal.

Estas discusiones en el seno de las teorías políticas remiten a justificaciones

fuera de ellas que dependen, muy a menudo, de las racionalidades

filosóficas. Aquí es donde cobra importancia el problema de la

justificación filosófica de los derechos: de ella dependerá, al menos en

términos normativos, gran parte de su alcance. Veamos, entonces, cómo

se podría justificar filosóficamente el derecho a la vida.

5. DERECHO A LA VIDA Y DIGNIDAD HUMANA

En su sentido moderno, la dignidad designa un conjunto de creencias,

valores, normas e ideales que, de una manera u otra, asumen

como postulado que hay un valor intrínseco o una condición especial

de lo humano. Hasta cierto punto, este postulado, a menudo

más asumido que dilucidado, es contra fáctico e implica que hay una

forma de existir superior a aquella que, de hecho, está viviendo la

gente. La teoría moderna de la dignidad es también contra fáctica en

otro sentido pues, pese a la desigualdad en que de hecho viven los

seres humanos, supone que todo ser humano, sin importar su condición,

posee un valor interno independiente de sus méritos, status o

conducta y que todos poseen por igual el mismo valor. Ahora bien, si

los hombres poseen valor en virtud de su humanidad, no de su rango

social, la dignidad es un estado moral. De allí que se lo pueda ligar,

como se ha intentado, con la capacidad de autonomía, la expresión

más elevada de la libertad, que establece la diferencia entre personas,

animales y cosas. La libertad -el rasgo peculiar de lo humano y

la prerrogativa de la que se siente más orgulloso- encuentra en la

autonomía su expresión más elevada. La decisión de gobernarse por

sí mismo, sin necesidad de depender de instancias ajenas, la capacidad

de proponerse metas valiosas y de revisarlas críticamente, la

habilidad para elegir los medios apropiados para lograrlas y, sobre

todo, la capacidad de contrastar y sopesar máximas individuales en

aras de su compatibilidad con leyes universales, marca de verdad la

diferencia con los demás seres vivientes.

El respeto por la vida se deriva así de la obligación más general de

reconocer en todo ser humano un valor intrínseco y no instrumental; y

el derecho a la vida se desprende del derecho-deber más general de la

persona de realizar un proyecto vital de libertad. Esta obligación vale

también en relación con nuestra propia vida, que no puede ser sacrificada

sin más como un instrumento para fines externos (ampliación del

poderío de un Estado, ideales políticos o religiosos, progreso de la ciencia,

etc.). El destino moral del hombre es lo que sustenta el valor superior

de la vida humana, que debe ser respetada no solamente en cuanto

expresión de la fuerza creadora de la Naturaleza, sino en vista de los

logros culturales y éticos que por medio de ella se realizan. Por lo tanto,

es necesario subrayar el hecho de que el respeto de todo ser humano,

como un fin en sí, empieza por el respeto de su vida, y el reconocimiento

de los múltiples derechos en los que se despliega su dignidad, lo que

presupone el reconocimiento de su derecho básico a la existencia.

La justificación del derecho a la vida a partir de la dignidad o

valor intrínseco presente en todo ser humano, permite asignarle al

derecho a la vida un valor peculiar y determinados rasgos en comparación

con los demás derechos. De esta manera el derecho a la vida

es universal, imprescriptible, sagrado -en el sentido de poseer un

valor intrínseco, frente a los demás, o frente al Estado- e inviolable,

por lo menos hasta tanto no se transforme en una amenaza para el

derecho a la vida de los demás. En cambio como pasa a explicarse, la

vida puede ser, en algunos casos, alienable.

Un derecho para todo ser humano. Si la dignidad es un rasgo propio

de todo ser humano, lo serán también los derechos que se derivan

directamente de ella. La atribución de un valor intrínseco o dignidad le

corresponde a todo ser humano sin excepciones. Por consiguiente,

todo hombre puede reivindicar un derecho a la vida. Al tiempo que, la

universalidad en cuanto al reconocimiento de todos los humanos como

titulares de derechos, debería correr paralela con el reconocimiento

generalizado por parte de la comunidad civilizada de un igual derecho

a la existencia de todos los habitantes del planeta.

Un derecho absoluto. La noción de "absoluto" ha jugado un papel

importante en los grandes sistemas metafísicos. En este contexto, se

utiliza el término como sinónimo de "incondicionado" y "poseedor de

un valor intrínseco o inherente". Atribuirle al derecho a la vida el carácter

de absoluto significa, antes que todo, sostener que el individuo

no requiere de condiciones adicionales para poder gozar de él, salvo

su status de humano. El reconocimiento del derecho a la vida no queda

así supeditado al grado de racionalidad o méritos, o al grado mayor

o menor de "inocencia" de una persona. Por el contrario, todos los

hombres, en cuanto portadores de una dignidad inherente, poseen un

derecho básico a la existencia.

El respeto del derecho a la vida resulta incondicionado en otro

sentido: su respeto se impone como una norma o imperativo categórico,

independientemente de consideraciones externas relativas a ventajas

o desventajas, a cálculos de utilidad general, o a eventuales decisiones

de las mayorías. En cuanto expresión de la dignidad humana,

los derechos deben ser tomados en serio, en especial los derechos

fundamentales, que ostentan una prioridad absoluta frente a cualquier

interés colectivo. Y lo que vale para los derechos en general se impone

con mayor razón en el caso del derecho a la vida, que por su función

peculiar de soporte ontológico de los derechos, acaba por imponerse

en caso de eventuales conflictos con otros derechos o libertades básicas.

La razón es muy sencilla: ningún derecho puede subsistir una vez

eliminado el derecho a la vida; la dimensión ontológica de este derecho,

conditio sine qua non de cualquier proyecto de libertad, hace

problemática la idea de una "resistencia relativa", que podría resultar

en cambio plausible en el caso de otras categorías de derechos.

Un derecho inviolable. Las consideraciones anteriores relativas al

carácter ontológico de este derecho y a su estrecha vinculación con la

dignidad humana justifican también su inviolabilidad. En su sentido más

estricto, el derecho a la vida no puede ser vulnerado por parte de terceros,

en ningún caso y por ninguna razón plausible: ninguna consideración

de utilidad o bien común, ningún fin supuestamente superior podría

autorizar a alguien a desconocer o sacrificar el derecho a la vida de

una persona cualquiera. Todo derecho fundamental goza de garantías y

de una protección especial frente a la violencia. Sin embargo, el carácter

de inviolable le compete de manera prioritaria al derecho a la vida, por

dos razones básicas ligadas con el contenido y la estructura peculiar de

este derecho: a) Resulta problemático precisar y delimitar su contenido

esencial frente a una esfera periférica que pudiese tolerar intromisiones

o limitaciones; b) Toda vulneración del derecho a la vida posee un carácter

claramente irreversible. A diferencia de los derechos de libertad, que

pueden ser recuperados al cabo de una suspensión más o menos larga,

el derecho a la vida se pierde de manera irremediable e irrecuperable.

Finalmente, se ha dicho que el derecho a la vida es Imprescriptible,

pero excepcionalmente alienable. En efecto, el derecho a la vida

no prescribe ni se termina en ningún momento y se conserva como

una prerrogativa del individuo, incluso cuando éste parecería incurrir

en los crímenes más abominables. La razón es muy sencilla: la

dignidad considerada como el derecho de todo individuo a ser reconocido

en su valor intrínseco y no instrumental no se pierde, ni siquiera

por las actuaciones más espantosas. En cambio, el derecho a

la vida es excepcionalmente alienable. Con esto se pretende afirmar

que en principio el titular de un derecho no puede ejercer actos de

disposición sobre el mismo, renunciar a ejercerlo o simplemente

actuar haciendo caso omiso del mismo, pero lo anterior puede suceder

en casos muy excepcionales. Afirmar que el derecho a la vida no

prescribe tiene la finalidad de proteger al sujeto frente a las intervenciones

externas; la reivindicación de su carácter inalienable se dirige

por el contrario al sujeto mismo del derecho, puesto que le impone

restricciones severas en cuanto a la posibilidad de disponer libremente

o renunciar al disfrute del mismo.

En el caso del derecho a la vida, ¿existen razones sólidas para atribuirle

la nota de inalienabilidad?. No, aunque el hombre no pueda

renunciar a su dignidad, "no es libre para ser o no ser hombre, para

tener o no tener una dignidad que él mismo no se ha conferido". La

sustentación del derecho a la vida en el valor superior de la dignidad

humana -que incluye también el derecho a la autonomía y a la mayoría

de edad-, pone en entredicho esta clase de restricciones y le abre el

camino a la posibilidad de que el individuo pueda elegir, en determinados

casos, la renuncia a su derecho a la vida, precisamente para evitar

que su dignidad resulte menoscabada o vulnerada. Apelar a la dignidad

implica respetar y valorar la voluntad del sujeto, y asegurarle cierta

autonomía para decidir acerca de la manera de hacer valer un determinado

derecho, o acerca de la modalidad de su ejercicio. La idea de la

no disponibilidad del sujeto acerca de su propia vida hunde sus raíces

en una cosmología religiosa, que le atribuye a la divinidad

el derecho de propiedad en sentido estricto sobre la

existencia de todo ser humano. Cuando, por el contrario,

apelamos al valor intrínseco y a la autonomía originaria

de toda persona como el sustento de los diferentes

derechos, parece más consistente reivindicar una titularidad

plena, sólo restringida y limitada por eventuales

daños o perjuicios a terceros: el individuo es dominus,

señor pleno de su derecho a la vida.

Es cierto que la persona no puede hacer un uso irresponsable

de su libertad, ni puede renunciar a ella sin

perder su dignidad y, por consiguiente, su condición de

ser humano. Se descarta así la posibilidad de una renuncia

total a unos derechos de libertad personal, autonomía y libertad

de conciencia cuya pérdida afectaría seriamente la dignidad humana.

Frente a la perspectiva de una existencia carente de sentido e

indigna de la condición humana podría resultar en cambio justificable

y legítimo un acto de renuncia al derecho a la vida, puesto que lo

que importa, en últimas, no es conservar la existencia a cualquier

precio, sino vivirla de manera congruente con determinados ideales

de humanidad y libertad. Por consiguiente, sostener que un derecho

es invulnerable hacia afuera, en relación con agentes externos, no

significa que el individuo no pueda, en algunos casos, renunciar libremente

al goce de este derecho y a la protección en tal sentido que

le brinda la sociedad, cuando están de por medio otros valores o

derechos que el sujeto considera prioritarios. Así por ejemplo, parecería

que las personas tienen derecho a optar por una muerte digna

cuando se encuentran en una condición tal de sufrimiento que resulte

más costoso para sus propios intereses, postergar su existencia.

6. UNA CUESTIÓN CONTROVERTIDA: DERECHO A LA VIDA Y PENA DE MUERTE

Hay muchos casos controvertidos ligados al derecho a la vida: el

aborto, la eutanasia, la legitima defensa, la guerra, etc. Aquí se analiza

uno de ellos: el debate acerca de la compatibilidad del derecho a

la vida con la pena de muerte. La pregunta acerca de la licitud y

conveniencia de la pena de muerte constituye una cuestión ya clásica

en los debates jurídicos y ético-políticos, y se impone con cierta

periodicidad a la opinión pública. En los países que han abolido esta

clase de castigo, la reacción ante crímenes percibidos como particularmente

atroces, o el sentimiento de impotencia ante la proliferación

de conductas antisociales y el poderío del crimen organizado,

abre de nuevo la discusión acerca de la posibilidad de restaurarla.

Las razones aducidas para justificar el recurso a la pena capital

apelan por lo general al imperativo ético-jurídico de retribuir, de manera

proporcional el crimen cometido, a la conveniencia de intimidar

a los criminales potenciales, o a la impelente necesidad de eliminar o

"extirpar" aquellos individuos que ponen en peligro, con su maldad

y conducta criminal, la salud y la armonía del cuerpo social. Son las

teorías absolutas o retribucionistas las que han ofrecido las herramientas

teóricas aparentemente más sólidas para legitimar el recurso a la

pena de muerte. Ellas parten del postulado según el cual la pena

debe igualar, en cantidad y calidad, el crimen cometido: el autor de

un crimen debe ser retribuido con la misma moneda, con un castigo

que iguale en sufrimientos el perjuicio causado por la acción delictiva.

Más allá de cualquier sentimiento de piedad hacia el culpable, la

lógica inflexible de la retribución obligaría al Estado a castigar con la

única pena apropiada la violación del orden jurídico.

El argumento de carácter organicista apela en cambio a los intereses

superiores de la sociedad -asimilada a un organismo viviente-, para

legitimar la eliminación de aquellos miembros que ponen en peligro

su armonía. Cuando un miembro es percibido como una amenaza para

la salud de los demás y para la supervivencia misma del organismo

social, se impondría la necesidad de liberar al cuerpo común de una

presencia perturbadora y amenazante. A manera de ilustración afirman

que el buen gobernante, al igual que un buen cirujano, debería

tener el coraje de amputar un miembro infectado, cuando éste amenaza

contagiar al organismo entero.

Los defensores actuales de la pena capital apelan también a

razones de carácter utilitarista y de bienestar social. Ellos insisten

en la importancia de esta clase de pena para atemorizar y desestimular

a los criminales potenciales y tienden a asimilar la pena

de muerte a la condición de legítima defensa. Así como estamos

autorizados a defendernos con todos los medios de un criminal

que nos atraca y pone en peligro nuestra supervivencia, de manera

análoga estaría autorizado el Estado a defenderse del asalto de

un criminal homicida, que secuestra o viola. Esta forma de actuar

por parte del Estado parecería respaldada por la opinión pública,

por lo general favorable a la pena de muerte. Parecería poco

razonable creer que la humanidad se haya equivocado de manera

colectiva, y por tanto tiempo, acerca de un asunto tan delicado

ligado con la vida de seres humanos.

Muchos de estos argumentos pueden ser fácilmente rebatidos:

detrás de la lógica de la retribución y del talión se vislumbra un

impulso de venganza, canalizado a través de la intervención de la

sociedad y del Estado; la asimilación de la sociedad a un organismo,

y del individuo a un miembro del mismo, ha sido tradicionalmente

utilizada para reprimir o recortar las libertades individuales

y contrasta, de manera evidente, con la lógica de los Derechos Humanos;

no está comprobada la capacidad de intimidación de la pena

de muerte para disuadir a los criminales potenciales, ni existen pruebas

contundentes de que la abolición de la pena de muerte implique

un incremento en la tasa de homicidios, o, al revés, que su

restablecimiento signifique la caída de tal índice; resulta inapropiada

la analogía de la pena capital con la legítima defensa, puesto que

la sociedad política, a diferencia del individuo, cuenta con formas

alternas de defensa; frente al argumento que apela a un supuesto

consenso mayoritario habría también que recordar que existe en la

actualidad una tendencia a invertir este consenso, debido a la gradual

pérdida de legitimidad de la pena capital.

Históricamente la lucha por la abolición de la pena de muerte

surge en el contexto de las teorías preventivas, que conciben la pena

como un antídoto para posibles violaciones futuras, más que como

una retaliación por el crimen realizado. De acuerdo con este nuevo

enfoque del derecho penal, adquiere una relevancia

siempre mayor la cuestión relativa a la eficacia de las

penas para asegurar la convivencia y las instituciones:

si la función esencial de la pena es la de disuadir a los

criminales potenciales, es necesario evaluar qué tan

grande es el poder de intimidación de la pena capital

en comparación con otros medios de los que dispone

el cuerpo común para lograr este mismo objetivo, como

el encierro y la cadena perpetua. A juicio de autores

como Beccaria (De los delitos y de las penas, 1764) o

Voltaire (Comentario sobre el libro De los delitos y las

penas, 1766 ), estos instrumentos alternos resultarían

infinitamente más eficaces para prevenir nuevos crímenes,

y no tendrían los efectos perjudiciales propios de

la pena de muerte: riesgo de que una persona inocente sufra, de

manera irreversible, un castigo inmerecido; el estigma que recae sobre

los familiares del ejecutado; el efecto criminógeno producido

por el espectáculo de la ejecución, que a menudo debilita el respeto

por el derecho a la vida ante la evidencia de que el Estado puede

recortarlo y desconocerlo.

Los argumentos de corte utilitarista contra la pena de muerte pueden

ser contrastados empíricamente. Sin embargo, en caso de que se

pudiese demostrar con datos inequívocos -lo que hasta ahora no se ha

logrado- que la pena de muerte resulta eficaz como instrumento de

coacción, disuasión e intimidación, no habría razones para oponerse a

ella. A este respecto, más contundentes resultan los argumentos sus-

tentados en razones morales y en derechos: de acuerdo con este enfoque

el rechazo a la pena de muerte se sustenta en la incompatibilidad

de esta clase de castigo con el derecho a la vida y con el respeto de la

dignidad humana.

Es claro, ante todo que la pena de muerte es incompatible con el

derecho a la vida. Tomar en serio la existencia de un derecho a la

vida y reconocerlo como la condición de posibilidad para el goce de

los demás derechos implica, inevitablemente, un rechazo rotundo e

incondicionado a la pena capital. Si la vida es un derecho fundamental,

y si merece el título de inderogable e imprescriptible, no parece

consistente recurrir a una clase de pena que lo desconoce de manera

tan evidente. La pena de muerte constituye una negación total e

irreversible del derecho a la vida y, por consiguiente, de todos los

demás derechos, por lo menos para quienes no abrigan demasiadas

ilusiones acerca de la posibilidad de reencarnaciones o de una vida

futura. Frente a quienes pretenden justificar la pena de muerte a partir

de la necesidad ineludible de garantizar el mismo derecho a la

vida de los demás, habría que contestarles que el Estado no se encuentra

-o no debería encontrarse- en la misma situación de indefensión

que padece el individuo en el estado de legítima defensa.

A esta misma conclusión nos conduce la consideración del principio

ético que sustenta el valor universal e incondicional del derecho

a la vida: la dignidad humana. La pena de muerte representa un

desconocimiento del valor intrínseco que merece todo ser humano,

puesto que condenar a un individuo a la pena capital significa considerarlo

un grave estorbo para la sociedad y un elemento irrecuperable

para la convivencia humana. Desde la óptica de la dignidad humana,

la exigencia de abolir la pena capital se inscribe en la ampliación

progresiva de los sujetos reconocidos como merecedores de

respeto: el reconocimiento del derecho a la integridad física y a la

existencia -limitado al inicio a quienes pertenecían a la misma comunidad

familiar, tribal o nacional-, se va extendiendo de manera progresiva,

hasta abarcar a los miembros inocentes de la humanidad

entera (de acuerdo con la teoría tradicional de la Iglesia), y a los

humanos sin más, independientemente de su culpabilidad. El respe33

to de la dignidad es incompatible con esta clase de castigo, que restringe

el derecho a la vida a una clase determinada de sujetos, y corta

de manera irreversible cualquier interacción o proceso de reconocimiento

con el culpable. Ni siquiera el criminal más empedernido

pierde este derecho a ser reconocido como humano. Eliminar a un

ser humano alegando que se trata de una bestia salvaje, carente de

toda dignidad, es sin duda una excelente estrategia para acallar

eventuales sentimientos de culpa: es reconfortante pensar que el

castigo y la muerte se imponen a un ser que ya no es humano en

sentido estricto. Sin embargo, la condición de humano, y la dignidad

que este status conlleva, no se pierde, ni siquiera con las actuaciones

más degradantes.

La pena de muerte es la expresión más patente de una ruptura

radical de la solidaridad social en relación con el agente del crimen.

El condenado a muerte es rebajado al rango de persona indeseable e

irredimible: la condena sanciona la negación absoluta, por parte de

la sociedad, de cualquier posibilidad de reconocerlo como un miembro

capaz de volver a desempeñar un rol cualquiera en la compleja

trama de la interacción social. Más aún, no faltan casos en los que la

ejecución de un criminal responde simplemente a la necesidad de

encontrar un chivo expiatorio. En estos casos es más que evidente la

instrumentalización de un ser humano, cuya condena y ejecución se

transforman en un pretexto para desahogar sentimientos de culpa o

deseos colectivos de venganza.

La historia de las penas nos avergüenza más que la historia de

los crímenes. Un breve recuento de la sevicia refinada a la que se

ha recurrido, a lo largo de la historia, para aplicar la pena capital

es una prueba de ello. No hay que olvidar, por lo demás, que los

regímenes totalitarios de todos los tiempos no han ocultado su

particular predilección por esta clase de castigo, que resalta de

manera peculiar la majestad del Estado y su poderío absoluto sobre

la vida de los ciudadanos. En el caso de Colombia, el no a la

pena capital se puede sustentar también en argumentos de corte

jurídico, y no simplemente moral, puesto que el país ha suscrito,

el Pacto de San José (1969), la Convención Americana sobre De34

rechos Humanos, que en su artículo cuarto, dedicado a la protección

del derecho a la vida, prohíbe el restablecimiento de la pena

de muerte en los países que la han abolido.

Para concluir, la vida es un derecho básico, pero también un

derecho controvertido. Los debates mencionados acerca de la pena

de muerte y del derecho a los medios de subsistencia, junto con

las controversias acerca de temas como el aborto, la eutanasia y

la guerra así lo indican. De todas formas en un medio como el

nuestro, en el que cada año mueren de forma violenta un promedio

de 27 mil personas, el derecho a la vida en todas sus dimensiones

-como derecho frente a la violencia externa y como derecho

a las condiciones para una vida digna- merece una atención

prioritaria. La protección eficaz de este derecho constituye también

un reto para el Estado, puesto que una de sus funciones básicas

es precisamente la de salvaguardar este bien elemental que

es la vida.

______________________________

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S. Urraca (ed.), Eutanasia hoy, un debate abierto, Noesis, Madrid, 1996.

5 comentarios:

  1. angélica maria anichiarico gonzález
    angie9276@gmail.com
    visite el blog el día 16 02 09

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  2. Desde el semestre anterior tuve la oportunidad de acceder a este blog, pero en la materia de derecho administrativo, y me ha parecido una muy buena herramienta para los estudiantes poder contar con el, incluso terminada la materia nos ofrece la oportunidad de acceder a material de consulta.

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  3. camilo andres euscategui
    camieus05@hotmail.com
    cuarto semestre

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  4. INGRITH JULIETH RUIZ PEREZ
    bellotaperez_21@hotmail.com

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  5. camiloeus05@hotmail.com
    NOMBRE DEL ESTUDIANTE: CAMILO ANDRES EUSCATEGUI AVILA
    SEMESTRE: IV
    CODIGO: 3072047
    UNIVERSIDAD: UNIVERSIDAD COOPERATIVA DE COLOMBIA..
    GRACIAS POR TODA LA INFORMACION!!!

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